La Ley 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas, que se encuentra actualmente en vigor, únicamente permite a las personas mayores de edad, y con capacidad suficiente para ello, la rectificación de la mención registral del sexo, que conllevará el cambio del nombre propio de la persona a efectos de que no resulte discordante con su sexo registral. Además, exige que la persona que solicite el cambio de sexo acredite «que le ha sido diagnosticada disforia de género», mediante informe de médico o psicólogo clínico, que deberá hacer referencia a la existencia de disonancia entre el sexo morfológico o género fisiológico inicialmente inscrito y la identidad de género sentida por el solicitante o sexo psicosocial, así como la estabilidad y persistencia de esta disonancia, y a la ausencia de trastornos de personalidad que pudieran influir, de forma determinante, en la existencia de dicha disonancia, debiendo también acreditarse que dicha persona ha sido tratada médicamente durante al menos dos años para acomodar sus características físicas a las correspondientes al sexo reclamado.
Es importante destacar que en la época en que se aprobó la citada Ley 3/2007 la transexualidad estaba clasificada como una enfermedad entre los «trastornos de la personalidad de la conducta y del comportamiento del adulto» según la Clasificación Internacional de Enfermedades de la OMS (CIE -10, que data del año 1990, y en cuyo epígrafe F64 se comprendían trastornos de la identidad sexual, transexualismo, travestismo de doble rol, y trastorno de la identidad sexual psicológico). Por el contrario, en la actualidad, tras la publicación por la OMS del CIE-11 (que entrará en vigor en enero de 2022), la misma no aparece calificada como enfermedad, sino como «condición», en el epígrafe dedicado a las «condiciones relacionadas con la conducta sexual», denominándola «incongruencia de género», y caracterizándola como una marcada y persistente incongruencia entre el género experimentado por un individuo y el género que se le asigna. Resulta también interesante constatar cómo se describen dentro de dicho epígrafe dos situaciones: la incongruencia de género de la adolescencia y edad adulta, y la de la infancia. Lo anterior implica que la regulación de la Ley de 2007, en la que se asocia la transexualidad con una enfermedad o trastorno de la personalidad, que puede y debe ser médicamente diagnosticada y tratada para posibilitar su reflejo en el Registro Civil, y que sólo puede producir efectos legales en relación con los mayores de edad, está superada en el actual estado de la ciencia médica, y por tanto obliga a una interpretación correctora de dicha norma.
En la actualidad se está tramitando por el Parlamento una Proposición de Ley que previsiblemente modificará la anterior de 2007, despatologizando la incongruencia de género, y permitiendo el cambio de la constancia registral del género sentido mediante la simple expresión de la voluntad de formalizar dicho cambio por el sujeto, incluso siendo el mismo menor de edad. Ello brindará una solución más adecuada, y conforme con la realidad de las cosas, a la luz del estado actual de la ciencia médica. Pero mientras eso llega, hay situaciones actuales que demandan una solución urgente, especialmente en la medida en que afectan a menores de edad.
La protección del interés preferente del menor, que prima sobre todos los intereses legítimos concurrentes, tiene tal importancia que se le debe reconocer el carácter, o al menos muchos de los efectos propios de un principio de orden público en nuestro ordenamiento jurídico, debiendo en tal concepto informar la interpretación de las normas jurídicas y obligando a su respeto incluso a los órganos legislativos, así como en todas las medidas concernientes a los menores que adopten las instituciones, públicas o privadas, y los Tribunales, de acuerdo con el art. 2 de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, en su redacción actual (tras la Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio, y la Ley 26/2015, de 28 de julio, ambas modificando el sistema de protección a la infancia y a la adolescencia).
Dicha norma, además, define como criterios para la interpretación y aplicación del interés superior del menor, en cada caso, entre otros la protección del derecho al desarrollo del menor y la satisfacción de sus necesidades emocionales y afectivas, la preservación de la identidad, orientación e identidad sexual, y algo tan importante en los supuestos como los que se regulan en esta Instrucción como la consideración del irreversible efecto del transcurso del tiempo en su desarrollo, que obliga a no demorar medidas que puedan evitar graves daños en la formación de la personalidad del menor. A ello se añade la obligación de tener en cuenta los deseos, sentimientos y opiniones del menor, y su derecho a participar progresivamente, en función de su edad, madurez, desarrollo y evolución personal, en el proceso de determinación de su interés superior. Para ello debe ser informado, oído y escuchado sin discriminación alguna por edad o cualquier otra circunstancia, en cualquier procedimiento administrativo o judicial que conduzca a una decisión que incida en su esfera personal, teniéndose debidamente en cuenta sus opiniones, en función de su edad y madurez, debiendo recibir la información que le permita el ejercicio de este derecho en un lenguaje comprensible según sus circunstancias (art. 9).
A tal efecto, debe tenerse en cuenta que, si bien la Ley Orgánica citada establece como edad a partir de la cual el menor debe ser oído en todo caso la de doce años, también ordena que se le oiga en todos los casos en que ello se considere obligado en función de su grado de madurez. Esto, en la materia de la identidad de género, teniendo en cuenta que frecuentemente hay niños que en torno a los cuatro años experimentan ya con claridad la identidad sexual propia como diferente de la asignada, considerando el importante efecto perjudicial que puede tener el retraso en la adopción de las medidas, o lo que es lo mismo el irreversible efecto del transcurso del tiempo en su desarrollo, obliga a establecer un procedimiento para poder modificar el nombre a los niños menores de doce años, representados por sus padres o tutor pero con la intervención del menor que en cada caso proceda.
Por otra parte, no debe olvidarse que todas las anteriores normas y principios constituyen desarrollo legislativo de principios constitucionales básicos, como la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad, la prohibición de cualquier discriminación, o el derecho a la integridad moral (arts. 10, 14 y 15).
A las anteriores consideraciones debe añadirse el dato de que la interpretación de la indicación del sexo de las personas en su inscripción en el Registro Civil ha sufrido importantes cambios, tanto en la práctica como en la jurisprudencia. Así, en primer lugar, desde hace algunos años se vienen dictando en un número muy elevado (se tiene conocimiento de más de cien) Autos de los encargados de diversos Registros Civiles autorizando cambios de nombre, en la línea de lo que se apunta en la presente Instrucción. Por el contrario, en otros casos el encargado del Registro Civil ha deniega el cambio de nombre solicitado, y la Dirección General de los Registros y del Notariado con frecuencia confirma el anterior criterio del encargado. Todo ello da lugar a un panorama de profunda inseguridad jurídica que debe evitarse en una materia tan sensible como ésta.
Asimismo, la Jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo ha sido constante en la línea de flexibilizar la interpretación y requisitos para la autorización del cambio de sexo y de nombre. Así, la Sentencia de 17 de septiembre de 2007, de la sala de lo Civil, posteriormente seguida por otras varias (28 de febrero y 6 de marzo de 2008, 22 de junio de 2009, etc.) apuntan a la prevalencia de los factores psicosociales sobre los morfológicos para la determinación del sexo, y la facultad del individuo de conformar su identidad sexual de acuerdo con sus sentimientos profundos, de forma que la concepción del sexo como estado civil se ha debilitado, perdiendo toda su relevancia la idea del orden público como limitadora de dichas modificaciones, toda vez que el reconocimiento y protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos constituye el núcleo fundamental del mismo Orden Público.
Y resulta muy significativo el Auto del Pleno de la Sala Civil del propio Tribunal Supremo, de 10 de marzo de 2016, que plantea la eventual inconstitucionalidad de la exclusión de acceso al cambio de sexo para los menores de edad que establece la Ley 3/2007, de 15 de marzo, por cuanto a los razonamientos derivados de las anteriores Sentencias se añade la importante idea de que no sólo los menores son igualmente titulares, sin restricción alguna, de los mismos derechos fundamentales, sino que a ello se añade la importante consideración de los problemas inherentes a la etapa de la infancia y la adolescencia, que requieren un cuidado especial, para evitar daños al libre desarrollo de su personalidad.
Sobre la base de estos presupuestos, se aborda en esta Instrucción la interpretación y consiguiente aplicación de la Ley del Registro Civil de 8 de junio de 1957, para los supuestos de solicitud de cambio de nombre de la persona que tenga por finalidad hacer coincidir el nombre asignado con el sexo sentido por la misma, en aquéllos casos en que por aplicación de la Ley actualmente en vigor no sea posible el cambio de la indicación del sexo en el Registro Civil. Debe tomarse en consideración a tal efecto hasta qué punto la interpretación y aplicación de dicha Ley debe realizarse a la luz de los principios constitucionales y legales a los que se ha hecho referencia, y en particular de la interpretación actual de esos principios a la luz de la realidad social de cada tiempo. Ello que también resulta determinante para la interpretación de una Ley de la antigüedad de la de 1957, incluso sin olvidar que la redacción del art. 54 en este apartado relativo a los requisitos del nombre, fue introducido por la Ley 20/1994, de 6 de julio.
Con todos esos antecedentes, y a la luz de la realidad social del tiempo actual, que nos muestra la detección de un elevado número de casos de menores y mayores de edad a quienes la aplicación actual del derecho no ofrece un procedimiento seguro y respetuosos para obtener una expresión oficial de su género sentido, se hace imprescindible revisar el sentido que tiene la normativa vigente y la interpretación y aplicación que se debe dar a la misma.
En la Ley del Registro Civil actualmente vigente, de 8 de junio de 1957, se contienen dos normas particularmente relevantes a estos efectos: por un lado, su art. 2, cuando dice que el Registro Civil constituye la prueba de los hechos inscritos; y por otro lado el art, 54, cuando de forma expresa prohíbe «los nombres que objetivamente perjudiquen a la persona, los que hagan confusa la identificación y los que induzcan a error en cuanto al sexo».
Por lo demás, debe analizarse la influencia que la Ley de Registro Civil de 2011 tiene en nuestro ordenamiento jurídico, por cuanto si bien la misma no entrará en vigor hasta el 30 de junio de 2020, y por tanto sus normas no son directamente aplicables, sí se pueden inducir de ella unos principios jurídicos que, en cuanto afectan a los derechos más profundos de la personalidad, deben considerarse vigentes como informadores de nuestro ordenamiento y por tanto de la interpretación de las normas que se encuentran actualmente en vigor.
Así, el art. 50 de la mencionada Ley del Registro Civil de 2011 consagra el derecho al nombre, estableciendo que «toda persona tiene derecho a un nombre desde su nacimiento». Dicho derecho queda configurado como un derecho de la personalidad, según se interpreta de forma generalizada, algo que por lo demás resulta de diversos tratados internacionales suscritos por España, especialmente por lo que aquí interesa el art. 7 de la Convención de los Derechos del Niño, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989 y ratificada por España el 30 de noviembre de 1990.
Debe apuntarse además cómo dicha Ley admite expresamente el cambio de nombre por otro usado habitualmente en su art. 52, algo que el art. 59 de la Ley del Registro Civil de 1957 permite también, aunque sólo cuando el uso de ese nombre diferente del habitual se debiera a la discrepancia con el impuesto en el bautismo, por cuanto era ese el caso frecuente en la época de su publicación.
De todo ello, en una primera interpretación que hasta la fecha ha sido muy frecuente, aunque en modo alguno unánime, ni siquiera mayoritaria, se desprendería que en el caso de que una persona cuyo género registral no haya podido modificarse, bien por su menor edad, o por cualquier otra razón, no es posible el cambio de su nombre para asignarle uno correspondiente al sexo por ella sentido, admitiéndose únicamente nombres ambiguos, que pudieran referirse indistintamente a un varón o una mujer. Tal solución no es, sin embargo, satisfactoria en modo alguno, si se tiene en cuenta que es frecuente que esos menores de edad se hayan autoatribuido un nombre correspondiente al sexo por ellos vivido, y lo hayan venido utilizando durante años. Y si, como se ha indicado, el derecho al nombre es un derecho de la personalidad, de profunda trascendencia para ella, forzar al niño o niña a cambiar su nombre por otro impuesto por la administración afectará sin duda de forma relevante al armónico desarrollo de ese menor, especialmente teniendo en cuenta la trascendencia que para él o ella habrá tenido la elección de su nombre deseado.
Por lo demás, en estos supuestos se produce una evidente contradicción entre dos exigencias impuestas en el mismo párrafo del art. 54, ya que en el mismo se prohíben tanto los nombres que objetivamente perjudiquen a la persona como aquéllos que induzcan a error en cuanto a su sexo, de modo que si se le forzara a la utilización de un nombre correspondiente a su sexo registral se le estaría imponiendo un nombre que le perjudicaría objetiva y muy gravemente.
A lo anterior se añade la consideración de que, si bien es cierto que se pretende imponer un nombre correspondiente a un género diferente del que resulta de la inscripción en el Registro Civil, y que de acuerdo con el art. segundo de la Ley en vigor el Registro Civil constituye la prueba de los hechos inscritos, cabe apreciar en estos casos la existencia de una prueba en contrario poco discutible. Debe analizarse cuál es el verdadero sexo correspondiente a las personas con disonancia de género, si el que viene dado por sus órganos genitales, que determinó que al nacer se le inscribiera como perteneciente al mismo, o el verdadera y profundamente sentido por dichas personas, y parece que la respuesta debería ser que este último, dada la apuntada prevalencia de los factores psicosociales. De este modo, no se produciría una absoluta contradicción con la exigencia del art. 54, de impedir el error en cuanto al sexo.
Se alega por último una razón de seguridad jurídica para impedir el cambio de nombre, con imposición de uno correspondiente a un sexo distinto del que resulta de la inscripción en el Registro Civil. Ello, sin embargo, no parece argumento suficiente para impedir la inscripción de un nombre que se corresponda con el sexo sentido por la persona. Por una parte, no puede alegarse que con ello se pueda dar lugar a confusiones, intencionadas o no, en la identificación de la persona: debe observarse, a este respecto, que el principal elemento identificador de la persona, por su eficacia para evitar errores y duplicidades, es el número del DNI (cuyo uso en la actualidad goza de una consolidación y controles muy superiores a los que se daban en el año 1957), que se hará constar en el asiento registral correspondiente, y que precisamente esa virtualidad identificadora del DNI permite muchos otros cambios de apellidos y de nombre, sin mayores problemas. Por otra parte, el rechazo al cambio de nombre en los términos que se prevén en esta Instrucción lesionaría otro valor jurídico de enorme calado, como es el derecho al pleno desarrollo de la personalidad, lo que daría lugar por tanto a una inseguridad jurídica de mucho mayor trascendencia para los sujetos afectados.
Quizás más relevante pueda resultar el alegado problema de la eventual inseguridad jurídica de los menores cuando sean sus padres quienes, en el ejercicio de la representación inherente a la patria potestad, decidan el cambio de nombre y de esta forma le puedan causar un daño grave, por no estar claramente consolidada esa vivencia por el menor del sexo que se le va a atribuir mediante el cambio de nombre. Tal argumento no debe, sin embargo, ser bastante. La realidad que se viene observando es que hay un número notable de menores que sienten esa disonancia de género desde una edad temprana, y los padres habitualmente tardan en comprender la situación de esos hijos, ya que es algo para lo que normalmente no están preparados. En consecuencia, cuando los padres toman la decisión de solicitar el cambio de nombre de su hijo o hija, la incongruencia de género es algo evidente y consolidado, por lo que no existe un riesgo real de que la solicitud se produzca en una situación inestable o incierta, de forma precipitada, y por tanto siendo susceptible de causar un daño al menor.
Se puede argumentar, como hipótesis, que no sería descartable el supuesto de que los padres tomaran la decisión de solicitar el cambio de nombre de forma precipitada e inconsciente, y que por tanto conceder ese cambio sería dañino para el menor. Frente a ello, debe tenerse en cuenta que ese supuesto sería muy excepcional, ya que no se conocen casos de reversión en la asignación al menor de un nombre del género por él sentido. Y, en cualquier caso, en la eventual hipótesis de que se pudiera dar un supuesto de esta clase, ello no debe ser motivo suficiente para denegar el cambio de nombre de forma generalizada, por dos motivos: Primero, porque no tendría fundamento que la evitación de algún eventual e hipotético caso aislado privar de este derecho a los que parecen ser miles de supuestos de menores de edad que lo desean, y que sufrirían, como se ha dicho, graves secuelas por no obtenerlo. Y segundo, porque en el supuesto de unos padres inconscientes o poco equilibrados que puedan con su actuación ocasionar daños al menor, probablemente no será este el único ámbito en que se los puedan ocasionar, y en todo caso la solución debería pasar por la actuación controladora de los servicios de protección de menores que en su ámbito geográfico puedan actuar, como de hecho lo vienen haciendo en numerosas ocasiones.
Con base en los anteriores fundamentos, la Dirección General de los Registros y del Notariado, en uso de las competencias que le corresponden, de acuerdo con el art. 10 del Real Decreto 1044/2018, de 24 de agosto, por el que se desarrolla la estructura orgánica básica del Ministerio de Justicia, y con los arts. 9 de la Ley del Registro Civil y 41 de su Reglamento, mediante la presente Instrucción establece las siguientes directrices para orientar la actuación de los encargados del Registro Civil, ante las solicitudes de cambio de nombre para la imposición de uno correspondiente al sexo diferente al que resulta de la inscripción de nacimiento:
Primero.
En el supuesto de que un mayor de edad o un menor emancipado solicitara el cambio de nombre, para la asignación de uno correspondiente al sexo diferente del resultante de la inscripción de nacimiento, tal solicitud será atendida, con tal de que ante el encargado del Registro Civil, o bien en documento público, el solicitante declare que se siente del sexo correspondiente al nombre solicitado, y que no le es posible obtener el cambio de la inscripción de su sexo en el Registro Civil, por no cumplir los requisitos del art. 4 de la Ley 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas.
Segundo.
Los padres de los menores de edad, actuando conjuntamente, o quienes ejerzan la tutela sobre los mismos, podrán solicitar la inscripción del cambio de nombre, que será atendida en el Registro Civil, con tal de que ante el encargado del Registro Civil, o bien en documento público, los representantes del menor actuando conjuntamente declaren que el mismo siente como propio el sexo correspondiente al nombre solicitado de forma clara e incontestable. La solicitud será también firmada por el menor, si tuviera más de doce años. Si el menor tuviera una edad inferior, deberá en todo caso ser oído por el encargado del Registro Civil, mediante una comunicación comprensible para el mismo y adaptada a su edad y grado de madurez.
Madrid, 23 de octubre de 2018.–El Director General de los Registros y del Notariado, Pedro José Garrido Chamorro.